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«Batman» – Blockbuster por fases

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Batman
Ocean
Amiga, Amstrad CPC, Apple II, Atari ST, Commodore 64 (versión comentada), MS-DOS, ZX Spectrum
1989

Cuando en los ochenta decíamos que un juego era «como en la película» en la que se basaba, no queríamos decir que jugar al juego era como contemplar una versión interactiva de la película. No exactamente. El canon que impusieron juegos como Robocop o, sobre todo, este Batman de Ocean, funcionaba de otra forma, explicada mil veces por los programadores en las entrevistas que detallan el minucioso trabajo de programación en 8 bits de la época: armados con papel y lápiz, los programadores se enfrentaban a las producciones cinematográficas en busca de momentos que pudieran convertir en pasajes interactivos. Un tiroteo en un escenario con posibilidades, un proceso mental que pudiera transformarse en puzzle, una prueba de habilidad transcribible como minijuego.

Las adaptaciones de películas no eran, pues, transcripciones de un argumento de una película a formato interactivo, sino una selección, tan arbitraria como a veces sorprendente, de una serie de momentos que luego se convertían en niveles del juego. En el caso de la adaptación a 8 bits del Batman de Tim Burton, una película que no abunda precisamente en secuencias de acción, son una serie de momentos que en la película quedaban diluidos entre las disquisiciones burtonianas sobre Lo Monstruoso y su génesis, y que obviamente, en el juego se soslayan por completo. Así, el videojuego se centra en un paseo por la planta química donde nace el Joker, una persecución automovilística, un paseo en batplano, un minipuzzle combinando productos químicos y un ascenso por la catedral de Gotham en pos del villano. Momentos que, salvo quizás el momento del batplano, no tienen apenas importancia en una película mucho más centrada en las travesuras del Joker, las peripecias de doble personalidad de Batman y los momentos saineteros. Los videojuegos que adaptaban películas se convirtieron, gracias a esta fórmula más o menos impuesta por Ocean con el tremendo éxito del juego, en norma salvo en contadas ocasiones, en una especie de cajón de sastre multinivel (comprensible, que para eso eran los Triple A de la época) y que, conceptualmente, miraban a los ojos a la película y le decían «¿Qué tienes para mí?».

La respuesta a esa pregunta no siempre era la obvia. Y del mismo modo que un juego de Rambo se cebaba en las andanzas por la jungla del héroe, en eliminar un comando de enemigos tras otro, a veces con desbordamientos de adrenalina tan excesivos como el del arcade de Rambo III, en otros casos la cosa avanzaba por derroteros más insospechados. Por ejemplo, una de las mejores secuencias de Robocop, la del disparo a un delincuente que usa una rehén como escudo se convierte en las versiones de 8 bits en un minijuego nada trepidante, más de puntería, precisión y sangre fría que otra cosa. Con este Batman pasa igual: el puzle de los suministros químicos es en la película una bisagra argumental que sirve para justificar cambios de escenario, o para acelerar la acción. Aquí es un nivel por sí mismo, con su autonomía y sus reglas. Y así con todo: un clímax en la película es aquí un mero recurso para justificar una pantalla de Game Over, y un chascarrillo en formato badgadget en la película es aquí la esencia de la mecánica de la fase de conducción del coche de Batman: buscar lo interactivo en los sitios más insospechados, quizás sacar a relucir instantes que no recordaríamos del material original si no fuera por estos juegos. Los 8 bits, esa eterna búsqueda de diamantes en bruto.



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